Extranjeros en la Tierra, vacíos de nosotros mismos,
huérfanos de nuestra identidad real, ¡cuántas veces nos hemos sentido así!, y
¿qué, sino eso nos ha convertido en sedientos, insaciables buscadores?
Buscadores sí, de algo presentido, de un Poder y una Fuerza que, no por
desconocidos en su rostro, dejamos de experimentar y sentir, pues son ellos los
que nos llevan, los que nos absorben y arrastran. Lo sabemos, lo sabemos con
una extraña certeza, porque el anhelo profundo que hay en nuestros corazones,
no obstante su vaguedad sutil, lleva la impronta inconfundible para el alma de
su Sonora Huella. Y, ¡cómo se siente el rumor de Lo Buscado!
Mientras tanto, desasosiego, y, cómo no nostalgia más que
tristeza, pero, en cualquier caso, sufrimiento es lo que el alma experimenta
por el “doloroso clamor” aún sin respuesta por lo que todo aquello significa
(la Plenitud soñada). Vivir así es el pago por el descenso a la Tierra,
por el olvido y la pérdida, aunque también por paradójico que resulte es el
signo inequívoco de nuestra inconfundible Grandeza, que no se conforma con la
beatitud inconsciente ni con la felicidad sin nombre (la que de una existencia
sin un Yo Soy).
Por fortuna, en este Ahora de nuestro vivir, ya el peso
del tiempo y de la historia se ha acumulado sobradamente en nuestra vieja
memoria, y los infinitos rostros de sus incontables personajes recorriendo
capas y capas de experiencias nos muestran, inconfundible, el agotamiento de
sus superficiales, aunque necesarias, andanzas, y cuyo resultado final
nos ha empujado a un desierto de sequedad que ya ningún nuevo esfuerzo, ni
lucha, ni aventura mental o física, pueden revivir, pues agotados, exhaustos,
están todos nuestros recursos.
Y, ahora, sólo nos cabe esperar, esperar la Gracia, algo
no “nuestro”, algo que sólo nos puede sorprender “desde arriba” y una vez que
nos hemos adentrado, abierto, a y por los caminos del ser. Así pues, como
aquellas “vírgenes prudentes” (símbolo del vaciamiento) nos asomamos al alba de
este Nuevo Día que con su suave cercanía nos alumbra y acaricia, así, dejando
en nuestra frente su suave e inconfundible luz dorada; Tenemos la lámpara
de nuestro corazón encendida, estamos preparados y alerta, pues…, ¡ay!, que ya
llega el Esposo, ¡ay!, que ya asoma, ¿o es que no oís sus pasos?, escuchad,
mirad, que ya está ahí,..,que ya viene...Y nuestra alma se engranda y se
engranda, el Infinito nos abraza.
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