En mitad de la sierra, en un paraje inmensamente
silencioso, calmo,
El aire suave, filtrado entre las ramas de los
intemporales pinos,
Y siendo la montaña el más fiel de los testigos del privilegiado
momento.
Quedaba yo absorbido por tanta paz en la que pronto
me fui deslizando, adentrando…
Luego una mesa, unos amigos y la calidez del
instante, las almas vibrando,
Gozo profundo, mágico espacio donde más que las
palabras el reencuentro era todo.
Y Allá en el fondo unos caballos, mucho más que una
bucólica escena.
Nos fuimos a su encuentro, por una leve ladera, unos
potrillos retozaban con sus padres.
Varios de ellos al andar nosotros nos seguían, nos
acompañaban, nos buscaban,
Misteriosa proximidad la suya. Enseguida sentí sus
cabezas junto a la mía.
Alegría inmensa. Emoción grande. Los toqué, los
acaricié, mis manos por su crin…
El sentimiento que me trasmitían provenía de otro
mundo, no el humano,
Era el mundo consistente y real, lo veía, de los
caballos adentrándose en el mío.
Y esto me sobrecogía.
Experimentaba cómo se iban sincronizando nuestros
cerebros,
Mientras mi mente tan humana se iba adecuando, qué
descanso, a su sintonía,
Y qué digo, a sus pensamientos. ¡Los tenían!
El corazón se fue expandiendo, el tiempo deteniéndose,
apenas si contaba,
Hablaban, me hablaban, nos hablaban, con un lenguaje muy suyo,
Que venía de muy hondo, de más allá de nuestro
tiempo,
Y que también a lo más hondo y a lo más allá de mí
tocaban.
Siento que han despertado todo lo que de ellos yo
soy y que por serlo,
En nosotros los humanos, en nuestro ser resuena. Porque
en el Ser Uno los somos.