El
peso y el valor que el mundo de las formas tiene entre nosotros es muy grande,
tanto como para nutrir grandes empresas de publicidad, inmensos negocios e
industrias varias. La juventud, la eficiencia, la utilidad, la fuerza, la
competitividad y el rendimiento al servicio de intereses, sobre todo económicos,
están a la orden del día. Y todo lo que alimenta de un modo u otro nuestros
sentidos físicos: vista, oído, gusto, tacto y olfato es, desde muchos ángulos,
potenciado, ensalzado y alentado. Todo esto ha dado lugar a que se levanten
entre nosotros grandes muros de separación, enfrentamiento y discriminación, de
modo que encumbramos un tipo de estética en detrimento de la que no sigue sus
pasos, una clase social frente a otra, lo nuevo y joven frente a lo que ya no
lo es, los que se considera importantes frente a los que no los son, una raza
contra otra, etc. En este sentido, llama poderosamente la atención lo bien que
son acogidos socialmente los bebés y los niños pequeños, que con su ternura,
gracia y espontaneidad nos atraen y llenan de gozo, frente a la reacción bien
distinta que por lo general provocan ancianos y gente mayor, a los que cierta
tendencia se inclina a marginar con el pensamiento de que cuantos menos tratos
y tiempo con ellos mejor.
¿Y
todo esto por qué? La vida vivida en su inmediatez y sin mayor propósito que el
de autosatisfacernos, alimentando nuestros egos en un mundo sin trascendencia
ni profundidad, en que a las personas se les valora sobre todo por el tener y
no por el ser, y donde no hay más sentido que el de la supervivencia,
explicaría casi del todo lo que estamos diciendo. Frente a esto existe otra
nueva visión, aquella que entiende la vida externa como el exponente o
manifestación de un movimiento mucho más hondo o espiritual desde donde todo
arranca, con un fin, una dirección, un orden y un propósito que se van
desplegando y manifestando poco a poco. Pero esto no se puede percibir si nos
habituamos a ver el mundo superficialmente, o si entendemos que la vida en
general y las personas en particular constituyen piezas separadas moviéndose
sin más ton ni son que el del azar o la fatalidad, y existen desconectadas de
una totalidad mayor.
Todo
es diferente, en cambio, cuando se empieza a ver la vida como la expresión de
una intención consciente e interior, que no depende de los cambios, las formas
o los movimientos externos sino que los crea y de ellos se sirve teniendo como
objetivo la consecución de un plan, y cuando frente a lo caduco y la tendencia
que se observa en la vida hacia cierta descomposición y decrepitud, lo que
impera de verdad, aunque no la veamos, es una realidad maravillosa, la del ser
y el alma como auténticos artífices de la vida; a ese principio es al que David
Bohm, profesor de física teórica, se refería como al orden implicado, de lo
que todo lo demás sería derivado, pues como él mismo dice: “estamos sugiriendo que es el
orden implicado el que es autónomamente activo, mientras que, como indicamos
antes, el orden explicado fluye de una ley del orden implicado, por lo que es
secundario, derivado, y solamente apropiado dentro de ciertos límites
concretos”(“La totalidad y el orden implicado”, Kairós, p. 258).
Uno
cree que el mejor futuro de la humanidad pasa porque nos hagamos conscientes,
lo antes posible, de esa dimensión “implicada”, la del Espíritu, la única
que puede darnos sentido y sacarnos del pozo de ignorancia en el que nos
encontramos, causante de tanto sufrimiento e injusticias. Si somos capaces de
comprender que nuestra vida externa es tan sólo el despliegue de una inmensa
aventura que estamos pilotando “desde el interior”, veremos el mundo de manera totalmente nueva, y
con sentido.
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