Impresiona
pensar que, de verdad, estamos viviendo un tiempo transitorio y circunstancial
aquí en el planeta Tierra, y nos toca en lo más hondo de nuestro corazón, de
modo que algo se mueve en una especie de alegría indescriptible y difusa, de
origen muy hondo, el reconocer que existe un “mundo” –llamémosle así- que nos
aguarda tras esta etapa de existencia. Saber que ese mundo es realmente el
nuestro, más que este en el que domina la ignorancia sobre nuestro verdadero
ser, y que allí existen otros seres a los que estamos unidos por lazos
evolutivos y nivel de vibración, con complicidades de conciencia y de
crecimiento espiritual, con los que formamos una auténtica familia de luz,
expande nuestro corazón y nos llena de inmenso gozo. Nuestra intuición nos dice
que esto es muy posible, y más que esto, verdadero.
Estamos
aquí de paso, para experimentar determinadas cosas que cada uno según sus
necesidades y demandas se ha puesto como objetivo. Cada persona a la que vemos
por la calle, de cualquier condición, no importa lo que haga ni donde esté,
nuestros familiares, pareja, todos, estamos aquí realizando una tarea, con
tales y cuales personas, que son, no lo olvidemos, nuestros colaboradores y
cómplices, así como nosotros de ellos, y en circunstancias muy precisas, y todo
porque así lo hemos elegido desde allá, desde nuestro verdadero hogar. Esta
historia es más nuestra de lo que acostumbramos a pensar y creer. No somos sus
víctimas sino sus creadores. Cada uno ha decidido crecer en un aspecto,
desarrollar un tipo de saber, avanzar en tal o cual sentido, y para esto nos
venimos a esta Escuela, en este planeta, la Tierra, una auténtica universidad para nosotros;
y ello, a pesar de que luego vayamos por la calle y nos miremos los unos a los
otros como a extraños y ajenos al auténtico trabajo que silenciosamente estamos
llevando a cabo, con esta familia, en esta relación, con nuestros padres, en
tal o cual entramado laboral, pobres o ricos, saludables o enfermos, en
circunstancias muy extremas de dolor o con vidas más fáciles. Olvidar esto, o
sea, no caer en la cuenta de por qué vivimos lo que vivimos, es uno de las
peores amnesias que nos encadenan al sufrimiento, la otra es ignorar cual es
nuestro verdadero ser.
Pero
si empezamos a recordar de donde hemos venido y que allí contamos con una
familia espiritual que nos aguarda, esperando que lleguemos con la paz propia
de quien ha realizado con éxito la tarea que un día nos llevó a encarnar en
nuestro mundo, entonces todo cobrará un sentido nuevo y más dichoso,
comprenderemos con más claridad lo que ha supuesto y supone el paso por nuestra
querida Tierra, y nos entregaremos con más amor y pasión a aquello que debemos
de hacer, y que cada cual va descubriendo. Porque, es verdad, existe ese lugar
que nos aguarda, nuestra verdadera Casa, y eso no es una ilusión, ni una
fantasía vana, lo comprobaremos en el momento en que traspasemos el velo de la
materia y de los sentidos físicos, cuando dejemos nuestro cuerpo en el momento
de la transición mal llamada “muerte”. Hay miles de casos de personas que tras
sus experiencias fuera del cuerpo así lo atestiguan; a mi me lo dice también mi
corazón, o, si se quiere, esa conciencia que parece traspasar la fronteras de
la razón y de los sentidos y que de una forma extraña parece tocar la orilla de
un saber muy sutil aunque no por eso menos verdadero. Voy, vamos, hacia nuestra
verdadera Casa -algunos le han llamado Cielo- después de un tiempo de
experimentación, pruebas y aprendizajes; cuando llegue el momento del “fin de
curso” en vez de pena deberíamos de
sentir una inmensa alegría, y en vez de montar los acostumbrados dramas
tendríamos que organizar una fiesta de despedida. Es lo lógico, si de verdad se
cree.
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