¿Dónde se encuentra nuestro poder? La
respuesta a esta pregunta es obvia: se encuentra en nosotros como no podría ser
de otro modo, porque cualquier cosa, persona o circunstancia a la que le demos
ese poder lo que evidencia es que ya no es nuestro sino que se halla fuera de
nosotros en aquello a lo que sí se lo hemos reconocido o en lo que lo hemos delegado.
Nos convertimos así en personajes dependientes de algo externo a nuestro ser y,
por eso mismo, sin poder propio. Aunque también es verdad que el poder nuestro
tiene la genuina cualidad, como luego veremos, de que si lo perdimos puede ser
perfectamente recuperado de nuevo, además de que no se trata tanto de arrancarlo de aquello a lo que lo
transferimos sino de permitirnos que renazca de nuevo en nosotros en nosotros
mismos.
Pero, ¿de qué
clase de poder estamos hablando? Es cierto que existen muchos tipos de
poder, por ejemplo el que otorga la fuerza física, también el del dinero, o el
de las posesiones, como el de la autoridad, o muchos otros…Pero a nosotros aquí
el que no interesa es el poder de ser felices, también el de decidir nuestro
destino, así como el de elegir aquello en lo que queremos invertir nuestra
energía, saber y amor, y más en concreto también el de afirmarnos en nuestro
propósito de vida y misión en esta existencia. Por supuesto que este poder del
que estamos hablando nos capacita igualmente para ser los dueños absolutos de
nuestras reacciones frente al mundo en cada una de las formas en que este se
nos presente: bien sea como alabanzas o críticas, como situaciones de escasez o
de abundancia, de salud o enfermedad, de paz o de guerra, en situaciones
placenteras o dolorosas, de luz o de sombra.
Hablamos de que siempre evidentemente están sucediéndonos
cosas, y estas nos llegan bajo mil formas, pero la reacción que tomemos nos
pertenece, y en último caso, si hasta esa reacción parece irse de nuestras
manos, siempre nos queda la posibilidad de no identificarnos con ella, porque
somos en efecto más que nuestras reacciones, somos el ser que las contempla sin
mancharse ni afectarse nunca por ellas.
¿Quién nos da o
nos quita, nos reconoce o no nuestro poder de ser? Sólo nosotros, en
exclusiva. Nadie fuera de nosotros mismos tiene la capacidad, la autoridad o el
rango de cualquier tipo que sea que le permita darnos o quitarnos ese poder
interior o espiritual de ser aquello que decidamos por nosotros mismo.
Pero ocurre, por desgracia, o seguramente como parte de
nuestro aprendizaje, que esto lo podemos haber olvidado, de modo que
inconscientemente permitimos a otras personas, instituciones o lo que fuere el
que se apropie de nuestro poder de decidir sobre nuestra propia existencia, también
el de ser felices o desgraciados y, algo muy importante, el de decidir cuál es
nuestro propósito y sentido en la vida. Sabemos que esto es así por el
sufrimiento que se experimenta cuando así sucede.
Por todo ello, y si de verdad queremos vivir en plenitud
nuestra vida, gozosamente, libremente, lo
que tendremos que hacer es en primer lugar tomar plena conciencia de a
dónde hemos dejado ese poder, en qué o por qué manos, personas, objetos,
circunstancias, instituciones, dioses, o lo que sea lo hemos entregado o por
los cuales nos lo hemos dejado arrebatar. Y eso es muy importante que lo veamos
claramente, porque sólo así podremos recuperarlo al retomar todo lo que allí
fuera de nosotros, en todo ello habíamos proyectado.
¿A quien o que le hemos dado el poder de ser felices, de
salvarnos, de vivir en paz, de vivir libres de culpa, de sentirnos luminosos y
puros al margen de cuales sean nuestras decisiones y actos, de decirnos lo que
es bueno o malo, moral o inmoral, lo que nos conviene o no…? Todo esto lo
tenemos que revisar si de verdad queremos recuperar nuestro poder de ser y por
lo tanto nuestro bien más preciado que es el de la libertad de ser.
Nos hallamos en el tiempo de la vuelta las esencias, a la
verdad de lo que es, de lo que somos, y por lo tanto este es el tiempo, siempre
lo fue, pero ahora de manera especial porque nuestras conciencias están más
despiertas para ello que nunca, de regresar a nuestro verdadero Yo, libres de
tantos y tan diversos “tutores”, vigilantes o Gran Hermano sea cual sea el
rostro que muestre, los cuales habían absorbido, retenido o manipulado, porque
nosotros así se lo habíamos permitido, nuestra voluntad de crear, de vivir, de
amar y sobre todo de ser desde nuestra particularidad única.
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