Cualquier idea de un Ser, llámesele Dios o de otra manera
que se presente o se explique como alguien o algo separado de nosotros que es
dueño de nuestra vida y destino, que nos vigila, castiga, salva o condena en
función de determinados actos que debemos de cumplir u otros que según su
criterio tenemos que evitar, ya nos somete de antemano a un único poder, el
suyo, bajo el cual o en función del cual hemos de existir.
Una visón semejante del fundamento de nuestra realidad y
de nuestra esencia nos convierte ya de entrada a nivel psicológico y
posteriormente, por el tipo de instituciones y normas que se arrogan el derecho
de interpretarlo, también en la vida práctica, en esclavos, siervos y títeres
de esa realidad suprema que así, según esa versión, es del todo inventada e
inexistente.
El temor a ser castigados, juzgados, condenados incluso
para siempre por un Dios allá afuera, empobrece absolutamente nuestra capacidad
de ser. No entramos ahora a analizar o juzgar si esa visión tuvo que ser así, y
por lo tanto si fue conveniente en
función de la escasa capacidad de comprensión y conciencia que los seres
humanos en un tiempo muy primitivo de nuestra evolución tuviésemos, por lo que
tal vez aún necesitásemos del temor al castigo como arma para que entre unos y
otros nos respetásemos y preserváramos nuestras condiciones de crecimiento y
relación de unos con otros como especie. Seguro que algo de eso pudo ser. Y
sabemos de las consecuencias ahora ya negativas a las que eso nos ha llevado o
nos puede llevar.
Pero
ese tiempo pasó. Hoy estamos inmersos en el nacimiento de una nueva conciencia
en una nueva humanidad cuyos albores ya se hacen presentes en los seres
humanos. Hoy sabemos quiénes somos, nuestro origen y destino, que para nada
están separados ni tutelados por ningún Ser o Dios separado de nuestra esencia,
y por eso mismo también sabemos desde lo más hondo de nuestra identidad real
que todo aquel poder que en el pasado proyectamos fuera y en él, justo ese
poder, el mismo, se halla en nuestro propio corazón porque nuestra esencia y la
suya son la misma.
Lo
podemos decir, pues, así de claro: nuestro es el poder, y por lo tanto nadie
por encima de nosotros en lo que a poder interior se refiere, porque el poder
de ser forma parte esencial de nuestra naturaleza.
Y
digamos para completar esta comprensión nuestra, que del mismo modo que en un
tiempo proyectamos todo nuestro poder fuera en ese Ser imaginario, –no en el
Ser Real, que es el Ser Uno o Dios Uno-, también a continuación creamos
infinidad de otros dioses o sucedáneos de aquel, unos porque se autoerigían a
sí mismos como tales imponiéndose más o menos pacíficamente sobre la gente para
mejor utilizarnos, adueñarse de nuestras vidas, posesiones y controlarnos a su
servicio, y otros porque han formado esa retahíla de diosecillos a los que les
hemos dado también el poder de hacernos creer que con ellos seremos felices, el
sufrimiento desaparecerá y no sé cuántas cosas más, piénsese en todo lo que le
mundo del tener tan bien representado por la llamada sociedad de consumo y
ahora del bienestar nos ofrece. También esos diosecillos y esos elementos de
consumo han de ser desenmascarados por la conciencia que pretende ser de verdad
libre.
Ninguna
felicidad, ningún amor, ningún paz, ningún poder que no tenga la fuente en
nuestro interior se sostiene por sí mismo, todos tienen los pies de barro,
todos son quebradizos y, más pronto o más tarde, si nos son utilizados
conscientemente por nosotros y a nuestro servicio, como dentro de un juego en
el que nosotros nos servimos de ellos y no al revés, nos esclavizan o devoran.
No hay comentarios:
Publicar un comentario