La
limpia mirada de nuestro espíritu pronto detectó su presencia y compañía, de
modo que, mientras las nubes de la racionalidad autosuficiente todavía no
habían desplazado ni dejado de lado nuestro sentir interno, ellos, los ángeles,
con este u otros nombres, formaban parte de nuestra realidad cotidiana, como espíritus celestes (querubines, serafines, potestades, dominaciones, ángeles,
arcángeles y los principados, según la clasificación clásica de Dionisio el
Areopagita) con los que nuestro yo superior, a través de
los arquetipos de sabiduría, bondad o poder, de un modo u otro conectaba, o
como fuerzas y también espíritus de la
naturaleza a los que la tradición ha calificado como los devas: del aire (sílfides), del agua (hadas,
ninfas, ondinas, nereidas, sirenas), de la tierra (gnomos, enanos, elfos, dríadas) y del fuego (salamandras.). Cada uno de ellos, en su nivel, y según su papel
específico han sido y son el eslabón perdido que restablece el puente de unión
entre el poder divino y el nuestro, entre lo que la visión superficial de la
naturaleza nos muestra y lo que desde su interior se manifiesta, entre lo que
es la apariencia y lo que es la realidad, y, en definitiva, entre el Espíritu y
la materia. Esto, que el racionalismo no entiende.
Porque, aunque
hemos hablado ya aquí, muchas veces, del potencial infinito del ser humano, de
que nosotros mismos somos dioses en potencia, y de que nuestra capacidad para
crear, transformar, resolver y vivir se mueve evolutivamente y en sentido
ascendente hasta desarrollar y actualizar, cada vez más, sin agotarlas, por lo
tanto, la fuerza, la energía y el poder, la inteligencia y la sabiduría, además
del gozo, el amor y la alegría del fondo real de nuestro Ser que todo eso lo
contiene, lo que hemos constatado y día a día experimentamos, es la existencia
de un hiato que distancia o separa nuestra realidad actual de lo que todo aquel
potencial augura, de forma que, en este sentido, nos vemos con frecuencia como
“dioses caídos” y, hasta cierto punto angustiados en la horizontalidad de la no
realización. Queremos, pero la cruda realidad nos muestra que no podemos ir más
allá de lo que nuestros esfuerzos nos permiten. Y ahí es, entonces, donde las
energía angélicas adquieren, dentro del orden del cosmos un papel específico y
un sentido máximos. Pedirles su ayuda es lo que esperan y toca.
Y
lo mismo ocurre en el orden de la naturaleza. Toda ella está, creada, animada y
sostenida a través del poder, el amor y la sabiduría divina, con sus leyes, con
sus fuerzas, con sus estructuras y con sus patrones de conservación,
reproducción, etc. La forma en que la Conciencia-Fuerza-Energía
está allí presente es, como no podía ser menos, a través del alma de las cosas,
sin cuya existencia se desintegrarían para transformarse en nuevas formas
distintas de conciencia-energía. Dicha alma tiene su expresión en los espíritus
elementales o ángeles de la naturaleza a los que nos referimos arriba,
espíritus a los que la imaginación popular ha especificado en personajillos
simpáticos, pero que hacen referencia real a presencias sutiles que sólo los
videntes alcanzan a ver, aunque también nuestra intuición y sentir presienten.
Este el orden lógico del mundo, que se nos desvela cuando los prejuicios del
materialismo paticorto no se interpone en nuestro mirar. Si caemos en la cuenta,
y la física cuántica ya lo ha hecho, de que primero es el Espíritu-Conciencia y
de que el resto proviene de su voluntad y su mirada, esto que decimos se vuelve
natural y evidente, y se descubre que detrás de una célula, de una flor, de un
pez, de un árbol, del sol o de una
montaña, lo que está palpitando es precisamente eso, el espíritu-pensamiento de
cada cosa, el ángel, el alma particular de la naturaleza que los sostiene.¡Es
tan fácil de entender!
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