Añoramos
nuestro origen, y marchamos, por eso, hacia un presentido lugar que sólo
tanteamos a golpes de intuición. A ese lugar le hemos llamado de muchas
maneras: cielo es una de ellas, y representa ese plano de existencia en donde
se experimenta la realidad superior y gozosa del alma, sin peso ni carga alguna
negativa del pasado. Esta es una verdad que nos atrae hacia sí y que vemos
surgir desde el silencio de nuestro más profundo y auténtico sentir, una verdad
que nos abre las puertas interiores del alma hacia mundos “lejanos” donde realidades
mucho más sutiles que esta del mundo físico parecen hablarnos y aguardarnos.
Creemos en ello, a pesar de que nuestros toscos sentidos la ignoren, ciegos
como están ante todo esto, y lo hacemos no de forma gratuita sino atendiendo a
percepciones sutiles que nos vienen del mundo de nuestra mente y también de más
allá de ella. Como creemos, también, en el mundo o realidad astral, en un plano
más bajo a nivel vibratorio, al que accedemos inmediatamente después que
abandonamos el cuerpo físico.
Quienes nos
precedieron en la Tierra,
-nos referimos a los que no están ahora encarnados-, habitan esos mundos; esto
es lo que les ocurre, por lo tanto, a nuestros familiares y amigos, a tantos y
tantos seres humanos que ya no están aquí, pero que prosiguen su propio camino
evolutivo desde y en otros planos, como el astral, el mental y, si más
evolucionados, en mundos superiores, como el de conocimiento, o el de
bienaventuranza. Pretender ligar la existencia de estos seres a la nuestra,
sobre todo a nivel emocional, aparte de que no es beneficioso para nosotros ni
para ellos, va en contra del desarrollo y la evolución del alma. Nadie
pertenece a nadie y nadie se puede apropiar el destino de nadie y menos en
nombre de un parentesco circunstancial. Quienes fueron, por ejemplo, nuestros
padres ya soltaron su “papel”, ya realizaron su tarea y se hallan en un nuevo
empeño, como a cada uno de nosotros nos ha ocurrido y pasará a lo largo de
tantas y tantas vidas como viviremos. Atarnos emocionalmente a nuestros seres queridos
no ayuda al crecimiento, no es, por lo tanto, ni bueno, ni aconsejable sino un
retraso y un obstáculo a superar.
Cosa diferente
es guardar o manifestar sentimientos amorosos y de positividad hacia ellos,
sumando nuestras energías de aliento, gozo, apoyo y confianza hacia quienes en
su nueva y más sutil existencia prosiguen su camino hacia el reencuentro con su
ser divino, hacia su realización como dioses y diosas que potencialmente todos
somos. Esto sí que es importante y beneficioso, para nosotros y para ellos,
pues potencia a nivel de conciencia los lazos profundos de unidad en el ser
divino que compartimos y somos. Focalizar, entonces, nuestra atención en el
recuerdo de quienes compartieron un trecho de su extensa vida con nosotros,
proyectándoles nuestro amor, eso sí que agranda nuestro amor y hace, a su vez,
que ellos resuenen, por la comunión que a todos nos une, especialmente a los de
igual o semejante vibración, también con el suyo, no importa que identifiquen o
no la procedencia del estímulo que les llega, pero sí el efecto.
Esto nos ayuda
a liberarnos, a crecer y a desarrollar lo más importante de nuestra evolución:
la conciencia y el amor. Porque, cada cual ya tenemos nuestras tareas para
aprender y desarrollar, lo mismo en los planos del alma, que nos llevan de
continuo a proyectar, crear, realizar y vivir con mayor intensidad, gozo,
entrega y libertad de la que logramos alcanzar en la Tierra con nuestros cuerpos
físicos. A esos seres tan vivos, y no “muertos”, tan ocupados, es a quienes les
ofrecemos y de quienes recibimos el amor.
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