viernes, 1 de noviembre de 2013

NOSOTROS Y LOS QUE “MURIERON”




Añoramos nuestro origen, y marchamos, por eso, hacia un presentido lugar que sólo tanteamos a golpes de intuición. A ese lugar le hemos llamado de muchas maneras: cielo es una de ellas, y representa ese plano de existencia en donde se experimenta la realidad superior y gozosa del alma, sin peso ni carga alguna negativa del pasado. Esta es una verdad que nos atrae hacia sí y que vemos surgir desde el silencio de nuestro más profundo y auténtico sentir, una verdad que nos abre las puertas interiores del alma hacia mundos “lejanos” donde realidades mucho más sutiles que esta del mundo físico parecen hablarnos y aguardarnos. Creemos en ello, a pesar de que nuestros toscos sentidos la ignoren, ciegos como están ante todo esto, y lo hacemos no de forma gratuita sino atendiendo a percepciones sutiles que nos vienen del mundo de nuestra mente y también de más allá de ella. Como creemos, también, en el mundo o realidad astral, en un plano más bajo a nivel vibratorio, al que accedemos inmediatamente después que abandonamos el cuerpo físico.

Quienes nos precedieron en la Tierra, -nos referimos a los que no están ahora encarnados-, habitan esos mundos; esto es lo que les ocurre, por lo tanto, a nuestros familiares y amigos, a tantos y tantos seres humanos que ya no están aquí, pero que prosiguen su propio camino evolutivo desde y en otros planos, como el astral, el mental y, si más evolucionados, en mundos superiores, como el de conocimiento, o el de bienaventuranza. Pretender ligar la existencia de estos seres a la nuestra, sobre todo a nivel emocional, aparte de que no es beneficioso para nosotros ni para ellos, va en contra del desarrollo y la evolución del alma. Nadie pertenece a nadie y nadie se puede apropiar el destino de nadie y menos en nombre de un parentesco circunstancial. Quienes fueron, por ejemplo, nuestros padres ya soltaron su “papel”, ya realizaron su tarea y se hallan en un nuevo empeño, como a cada uno de nosotros nos ha ocurrido y pasará a lo largo de tantas y tantas vidas como viviremos. Atarnos emocionalmente a nuestros seres queridos no ayuda al crecimiento, no es, por lo tanto, ni bueno, ni aconsejable sino un retraso y un obstáculo a superar.

Cosa diferente es guardar o manifestar sentimientos amorosos y de positividad hacia ellos, sumando nuestras energías de aliento, gozo, apoyo y confianza hacia quienes en su nueva y más sutil existencia prosiguen su camino hacia el reencuentro con su ser divino, hacia su realización como dioses y diosas que potencialmente todos somos. Esto sí que es importante y beneficioso, para nosotros y para ellos, pues potencia a nivel de conciencia los lazos profundos de unidad en el ser divino que compartimos y somos. Focalizar, entonces, nuestra atención en el recuerdo de quienes compartieron un trecho de su extensa vida con nosotros, proyectándoles nuestro amor, eso sí que agranda nuestro amor y hace, a su vez, que ellos resuenen, por la comunión que a todos nos une, especialmente a los de igual o semejante vibración, también con el suyo, no importa que identifiquen o no la procedencia del estímulo que les llega, pero sí el efecto.

Esto nos ayuda a liberarnos, a crecer y a desarrollar lo más importante de nuestra evolución: la conciencia y el amor. Porque, cada cual ya tenemos nuestras tareas para aprender y desarrollar, lo mismo en los planos del alma, que nos llevan de continuo a proyectar, crear, realizar y vivir con mayor intensidad, gozo, entrega y libertad de la que logramos alcanzar en la Tierra con nuestros cuerpos físicos. A esos seres tan vivos, y no “muertos”, tan ocupados, es a quienes les ofrecemos y de quienes recibimos el amor.

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