Vivimos habiendo incorporado, porque es necesaria,
una identidad referencial,
Que es la que nos permite situarnos en nosotros,
ante el mundo y ante los demás.
Sin ella, nuestra yoidad, la existencia y las relaciones
serían caóticas, y demenciales.
Por eso todos tenemos un yo. Pero ¿qué lo forma y cuál
es su fundamento?
Porque la verdad es que existen muchas clases de
yoes. Más o menos estables,
Más o menos profundos; y esto es lo que nos aportará
seguridad y confianza o no,
Y también hará que, en definitiva, el temor a la
muerte pueda ser o no liquidado.
Hay un yo al que nos agarramos intensamente y que
conforma el llamado ego;
Está determinado por nuestras posesiones, apegos,
deseos, anhelos, querencias,…
Sean más o menos materiales, más o menos personales,
aunque todo siempre pasajero,
Y asumido como si fuera realmente “nuestro mundo” y
nosotros uno con él.
El referente principal es claramente el cuerpo físico,
y después todo lo demás.
A partir de ahí, el miedo a la muerte está más que
asegurado y es muy difícil de superar.
Pero existe un giro radical en este modo de
percibirnos y de entender nuestro “yo”,
Que es el que se da cuando nos abrimos a una nueva dimensión
de ser
Cuyo fundamento no se halla en nada de lo
concienciado sino en la conciencia misma.
Se trata ahora de un centro interior, de un foco de
autoevidencia como seres reales,
Cuyo “yo”, y así se percibe, es autoluminoso, libre
e independiente de lo exterior a él.
Este “yo espiritual” es testigo y artífice de
nuestro vivir y de sus instrumentos,
Y no afectable por ninguno de los cambios, incluido
el de la “muerte” del cuerpo.
Cuando por el propio despertar nos vamos identificando
con él los apegos se sueltan,
Y va creciendo una inteligente indiferencia ante lo
que antes era fuente de sufrimiento.
La muerte deja de tener la carga así como el significado
fatal y definitivo que tenía,
Perdemos entonces el miedo que nos producía y la
vida se transforma gozosamente.
Y todo, porque la nueva conciencia de yo, de ser, se
ha autoevidenciado en nosotros.
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