Por olvidar lo que somos y creer que
somos lo que no somos. O lo que es lo mismo: por habernos entregado a
representar unos personajes olvidando que nosotros no somos ellos sino los actores
que les damos aliento, significado y vida. Por ignorar que nuestros papeles no
se corresponden con nuestra verdadera identidad. Por habernos quedado fundamentalmente
en nuestra dimensión externa que tiene que ver casi exclusivamente con lo que
nuestros sentidos físicos perciben y nuestra mente racional interpreta. Por
habernos desconectado de nuestro verdadero ser, que es Dios en nosotros como
nosotros. Por no experimentar, sentir y escuchar la voz de nuestra alma. Y por
buscar fuera, en lo que no es: la felicidad, el amor, la paz, la verdad y la
justicia que sólo pueden encontrarse en nuestro interior.
Y todo esto fue y es así: porque en un
momento y en un punto de nuestra conciencia decidimos entrar en esta especie de
juego escénico que contaba con uno de los actores principales: el olvido. Decidimos
voluntariamente como parte de una actividad lúdica y cósmica perder
aparentemente y por un tiempo, que podía durar muchas vidas, la memoria de lo
que somos, de nuestra divinidad, y aparecer en su lugar como personajes muy
diversos, y con papeles que iban variando, con los cuales nos íbamos a
confundir y, por supuesto, identificar.
Todo diseñado como una inmensa aventura
que nosotros mismos en un punto de Dios del que somos parte intrínseca decidimos
inventar, con el fin de llevarla a cabo y sólo por pura diversión. Como ocurre
con toda obra de teatro. Por puro deleite, y con independencia del tema o de su
carácter. Y es que: como parte del juego existía un plan: el de progresivamente
ir recordando y despertando a nuestra verdadera identidad como actores-Dios. Y
en eso es en lo que estamos aún, a pesar de que el realismo de la obra, de la interpretación
y de la entrega del actor, como pasa en todas las representaciones escénicas, dificulten
y mucho el recuerdo, haciendo que incluso en ocasiones reneguemos de él y de cualquier
sugerencia que señale otro origen o condición verdaderos diferentes del
experimentado y tan intensamente vivido. Es ese mismo realismo el que hace que
parezca imposible, absurdo e incluso un insulto esto que decimos, para nuestro
ego o personalidad externa por mucho que nos empeñemos en señalar hacia otro
lado. Pero esto también tiene sus límites.
Por agotamiento o al final de la obra y
al desligarnos del personaje puede que empecemos a ver y entender, y hasta es
posible que incluso en medio de la representación, quizás en un instante fugaz
o progresivamente, nos venga como de soslayo a la memoria nuestra genuina
condición de actores y la falacia de lo que, siendo sólo representación y
papel, habíamos tomado como real y verdadero. En esos momentos privilegiados,
nuestra conciencia se impone y puede lograr que, en adelante, y sin dejar de
representar toda la obra, si es que eso es lo que tenemos que hacer, esta se
desarrolle y siga su habitual curso, pero ahora ya iluminada y acompañada por
la presencia envolvente del Dios que somos.
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