sábado, 4 de marzo de 2017

¿Por qué el Dios que cada uno somos, crea su particular mundo en donde el sufrimiento, la enfermedad y la muerte no están nunca exentos?

Por olvidar lo que somos y creer que somos lo que no somos. O lo que es lo mismo: por habernos entregado a representar unos personajes olvidando que nosotros no somos ellos sino los actores que les damos aliento, significado y vida. Por ignorar que nuestros papeles no se corresponden con nuestra verdadera identidad. Por habernos quedado fundamentalmente en nuestra dimensión externa que tiene que ver casi exclusivamente con lo que nuestros sentidos físicos perciben y nuestra mente racional interpreta. Por habernos desconectado de nuestro verdadero ser, que es Dios en nosotros como nosotros. Por no experimentar, sentir y escuchar la voz de nuestra alma. Y por buscar fuera, en lo que no es: la felicidad, el amor, la paz, la verdad y la justicia que sólo pueden encontrarse en nuestro interior.

Y todo esto fue y es así: porque en un momento y en un punto de nuestra conciencia decidimos entrar en esta especie de juego escénico que contaba con uno de los actores principales: el olvido. Decidimos voluntariamente como parte de una actividad lúdica y cósmica perder aparentemente y por un tiempo, que podía durar muchas vidas, la memoria de lo que somos, de nuestra divinidad, y aparecer en su lugar como personajes muy diversos, y con papeles que iban variando, con los cuales nos íbamos a confundir y, por supuesto, identificar.

Todo diseñado como una inmensa aventura que nosotros mismos en un punto de Dios del que somos parte intrínseca decidimos inventar, con el fin de llevarla a cabo y sólo por pura diversión. Como ocurre con toda obra de teatro. Por puro deleite, y con independencia del tema o de su carácter. Y es que: como parte del juego existía un plan: el de progresivamente ir recordando y despertando a nuestra verdadera identidad como actores-Dios. Y en eso es en lo que estamos aún, a pesar de que el realismo de la obra, de la interpretación y de la entrega del actor, como pasa en todas las representaciones escénicas, dificulten y mucho el recuerdo, haciendo que incluso en ocasiones reneguemos de él y de cualquier sugerencia que señale otro origen o condición verdaderos diferentes del experimentado y tan intensamente vivido. Es ese mismo realismo el que hace que parezca imposible, absurdo e incluso un insulto esto que decimos, para nuestro ego o personalidad externa por mucho que nos empeñemos en señalar hacia otro lado. Pero esto también tiene sus límites.

Por agotamiento o al final de la obra y al desligarnos del personaje puede que empecemos a ver y entender, y hasta es posible que incluso en medio de la representación, quizás en un instante fugaz o progresivamente, nos venga como de soslayo a la memoria nuestra genuina condición de actores y la falacia de lo que, siendo sólo representación y papel, habíamos tomado como real y verdadero. En esos momentos privilegiados, nuestra conciencia se impone y puede lograr que, en adelante, y sin dejar de representar toda la obra, si es que eso es lo que tenemos que hacer, esta se desarrolle y siga su habitual curso, pero ahora ya iluminada y acompañada por la presencia envolvente del Dios que somos.


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