a).-
Por
el estado mental condicionado en el cual vivimos,
O sea: porque nosotros mismos hemos
puesto y decidido cuales son las condiciones requeridas para ser y sentirnos
felices y cuales no. Es decir, que nosotros social, cultural y personalmente,
de manera consciente o inconsciente, a nivel individual o colectivo hemos
fijado en nuestra memoria cuándo, cómo, con quién, en qué circunstancias, etc.
se puede ser feliz o no, o nos podemos permitir ser felices o no. Y eso nos lo
hemos creído, lo hemos adoptado como un dogma inalterable, como algo que no
debemos ni podemos transgredir, De forma que hasta podríamos afirmar que existe
como una especie de autohipnosis individual y colectiva que nos hace
comportarnos de manera feliz o infeliz, tristemente o con alegría, aún a costa
de nuestra voluntad. Simplemente porque es así como se funciona y nadie lo
cuestiona. Ejemplos: si tengo escasez de dinero tengo que ponerme triste, si me
quedo sin trabajo también, si tengo una enfermedad lo mismo, una persona mayor
tiene que ser más infeliz que una joven, o si alguien muere nos tenemos que
poner tristes, y así podríamos alargar la lista de manera muy considerable.
b).- Por el valor relativo y temporal
de todo aquello con lo cual relacionamos la felicidad.
Para ser felices
esperamos normalmente que se den en nuestras vidas una serie de condiciones que
abarcan un amplio espectro de una realidad cuya característica fundaméntela es
la de ser cambiante, impermanente y limitada. Ocurre esto con todo tipo de
posesiones materiales con las cuales la relacionemos, como por ejemplo: poseer
un determinado tipo de vivienda, un vehículo, una situación económica, tales o
cuales objetos, grandes, pequeños, de más o menos lujo y valor, etc. Sucede
igualmente cuando las posesiones a las que uno se aferra son de personas:
marido, mujer, hijos, padres, amigos, etc. Lo mismo pasa cuando hacemos
depender nuestra felicidad de nuestro estado físico, salud, aspecto externo,
etc. O si va ligada al trato que recibamos de los demás, a sus reacciones, a
como nos ven o nos juzgan, a nuestra fama o a la importancia social que se nos
otorgue, etc. También si la hacemos depender de los sucesos sociales, políticos,
incluso naturales como clima, estabilidad geológica, ausencia de temporales,
sequías, hambrunas, terremotos, etc.
Como es muy fácil constatar y deducir,
ninguna de estas cosas físicas, personales, sociales, naturales, económicas,
etc., son estables o infalibles. Todas ellas en algún momento se alteran,
cambian, fenecen, nos sorprenden negativamente, trastocan nuestras
expectativas, dejan de ser lo que habían representado para nosotros, y nos
dejan finalmente sin su apoyo, seguridad y garantía. La explicación es muy
simple: todo eso estaba sujeto y determinado por la ley de la impermanencia y
del cambio. La consecuencia es obvia: Una felicidad que esté sustentada por
todo eso no puede sino ser una felicidad
temporal, llamada a desaparecer y, por lo tanto, siempre relativa, así como,
más pronto o más tarde, desalentadora y frustrante.
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