Lo
primero que a uno le viene a la mente es un ejemplo que seguramente nos puede
parecer hasta ingenuo pero que posiblemente diga bastante sobre lo que vamos a
tratar de explicar. Nos estamos refiriendo a esos cientos de miles de personas
aficionadas a la historia del arte, los cuales en su conjunto habrán pasado
otros tantos cientos de miles de horas invertidos en gozar, tratar de entender,
analizar, comparar, jugar, criticar, evaluar, encuadrar dentro de líneas,
grupos, escuelas, técnicas, épocas, tendencias, etc… cada uno de los miles y
miles de cuadros que, bien sea en museos, en pinacotecas, en colecciones
privadas, exposiciones o simplemente en casas particulares se pueden admirar.
Ahora bien: de todos ellos ¿cuántos y en qué momento se pararon a pensar en el
material que los hacía posible, esa pasta o líquido subyacente que en forma de
color se extiende sobre la paleta para que a partir de allí la obra se inicie y
felizmente se concluya?. Seguramente muy pocos, a no ser por su especial
condición de restauradores, se habrán fijado o percatado de ello, a pesar de
que en cualquier punto del cuadro en donde posen su mirada no se encontrará más
que eso, o sea, la pintura salida de los tubos o de recipientes que es la que
al final con el concurso del artista da forma a esas líneas y dibujos que tanto
aprecia y valora el entendido y sensible observador. Nadie se percata, pues, de
la sustancia material del cuadro, todos miran en cambio las figuras que pueden
ser variables y cambiantes.
Pocos
ven a Dios, podríamos decir siguiendo en paralelo lo que el ejemplo nos señala,
a pesar de que es lo que todo lo llena, como la pintura, mientras que la
inmensa mayoría, en cambio, nos fijamos sólo en las figuras y personajes, las
formas y los escenarios que son lo temporal, inestable y pasajero de cuanto
existe.
También
todo esto me recuerda la pequeña fábula que una vez leí y en la que se
presentaba a una familia de peces construyendo en el fondo del mar una casa en
donde habitar, y cuyo padre pez, en un momento del trabajo, le pide a su hijo
pez que coja un pozal y se lo traiga lleno de agua con que amasar la arena. El
hijo hace lo que le pide, si bien al cabo de un rato regresa exhausto y le dice
a su padre que por mucho que lo intentó, y a pesar del esfuerzo realizado, no
había logrado encontrar el agua que le había pedido en parte alguna. ¡Cómo fue
esto posible siendo que en el mar no hay más que agua!, pues eso es lo que
pasó. ¿No nos sucede a nosotros lo mismo cuando decimos que hemos estado buscando
a Dios y que después de mucho indagar, -a pesar de que como el agua en el mar
Dios lo es y lo ocupa todo-, decimos no haberlo hallado en ningún sitio? ¿Cómo
puede suceder eso y por qué?
La
respuesta más inmediata que surge es la de que de tan volcados como estamos en
lo externo de la realidad hemos terminado por no ver aquello que es justo lo
que la sostiene, la hace ser y que, por consiguiente, todo lo ocupa. Miguel
Ángel decía que cuando contemplaba una mole de mármol, sin querer, ya estaba
viendo en su interior la obra que luego a partir de ella esculpiría, haciéndola
surgir de ella, porque en ella consideraba que ya estaba previamente, de tal
forma que sólo necesitaba verla para empezar a hacerla realidad. Ver la
sustancia de la que están hechas las cosas significa ser capaz de ver a Dios en
todo, y ver lo pasajero y cambiante, los personajes y las formas sabiendo contemplar
ese Fondo desde donde nacen, que las nutre y genera desde dentro de ellas
mismas, sin dejarnos arrastrar, ni seducir o hipnotizar por ninguna apariencia
externa es lo más maravilloso que nos puede suceder. Esto es lo que le pasaba a
San Francisco de Asís y que le hacía
ver en todo hacia lo que dirigía su mirada el rostro presente de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario