En el planteamiento que mucha gente hace
de que no es posible que exista Dios siendo que en el mundo hay hambre,
guerras, miseria, depravación, violencia, desequilibrios de toda clase,
injusticias, y un largo etcétera de situaciones que lo único que provocan es
dolor y sufrimiento, existe un error capital de percepción que deberíamos
desmontar y tener muy presente.
Este error, parte de una gran idea falsa o
simplemente de una inmensa mentira a la que ya hemos hecho alusión con
anterioridad y que venimos repitiendo siempre que podemos: la que se deriva de
la creencia de que hay un Dios allá arriba, ahí, o por donde sea que es quien
independientemente de nosotros ha hecho este mundo disponiendo de sus derivas y
circunstancias tal y como las conocemos, tanto si van a nuestro favor como si
no, y al que, por lo tanto, le tenemos que agradecer si se inclina por nuestros
deseos o, en caso contrario, culpabilizar de todo cuanto no encaja, nos
desagrada o no va con nuestras expectativas y valoraciones sobre lo que es
bueno, justo, deseable, conveniente o no.
Ante
eso tendríamos que repetir una vez más, al hilo de nuestra comprensión sobre
Dios, y la experiencia subjetiva que de él tenemos, como de las
intuiciones, visión de la realidad y autoconciencia, que tal cosa como un
Dios fuera e independiente y separado de nosotros no existe. Dios es en
la medida en que todo lo demás es, y viceversa; del mismo modo que: Dios
piensa, actúa, reacciona y crea en la medida también en que todos los seres del
universo, cualquiera que sea su nivel, desarrollo, especie, situación, rango,
forma o plano de realidad lo hacen. No olvidemos lo que dijimos antes de que
todo son modos del ser de Dios, y por lo tanto Dios no crea
ni hace, ni es nada que no creen, sean o hagan la universalidad de todos los
seres. Ese es el Ser y el hacer de Dios. Dios hace y es a través de nosotros, y
a través de todo cuanto en el universo con su energía, fuerzas y conciencia
existe. En definitiva: este mundo y esta realidad es la realidad y el mundo que
nosotros entre todos hemos decidido imaginar como posible y así lo hemos creado
aún antes de nacer. Más aún: este mundo es el que cada uno ha imaginado como
posible y deseable para sí.
Lo
sustancial, por lo tanto, desde el punto de vista de nuestra concepción de Dios
es que: todos los seres de la creación somos los responsables definitivos de lo
que en nuestro nivel y desde él hacemos posible y real, de lo que
experimentamos, tenemos, vivimos, sufrimos o gozamos. Responsabilidad que desde
la eternidad del Ser, o sea de Dios, decidimos asumir como “partes” que somos
del YO SOY del Todo Dios para que este juego cósmico de
la creación en el que decidimos participar como actores principales se hiciera
posible. Así de sencillo y de grandioso, aunque desde los análisis del ego y
nuestras pequeñas personalidades no lo veamos como es y sea difícil de aceptar,
por lo menos mientras que estemos creídos de ser el personaje que interpretamos
y los partícipes de una obra que desde nuestra ignorancia aún estamos
convencidos de que es la única posible y real.
Nuestro
poder de creación, de plasmación y de elección de la realidad que queremos
vivir y experimentar dentro y al servicio de nuestro proceso evolutivo de aprendizaje,
crecimiento, y desarrollo en conciencia y en amor, -que es el guión esencial de
nuestras vidas-, tiene esta aparente contrapartida del llamado “mal
en el mundo”. Pero todo esto, curiosamente, se desarrolla dentro de un juego
de espejos en un universo infinito de posibilidades.
Hemos elegido este universo, pero podemos haber elegido otro, porque todos los
universos son posibles de experimentar y vivir. Hacer real o no este mundo u
otro nos corresponde a cada uno de nosotros, y lo que va a marcar la dinámica
que hará posible que una elección se materialice o no será siempre nuestro
grado de evolución real en conciencia-amor-energía y el deseo sobre aquello que
voluntariamente queramos vivir y experimentar. Es el Dios en cada uno de
nosotros y en los demás, -y no un Dios allá arriba y fuera de nosotros-, el
artífice de este mundo, de este argumento y de esta realidad, pero no sólo de
este mundo sino del universo y de la creación entera. Nuestra conciencia y
nuestra mente, pues, es la que ha decidido que las cosas sean como son y que
las vivamos como las vivimos.
Si
no nos gusta lo que hay, tenemos que optar desde el Dios que “Yo Soy” en
cada conciencia, es decir, desde cada ser, por materializar y crear una nueva
manifestación en una nueva realidad. Este mundo habrá sido así el objeto de
nuestro aprendizaje y aquello que mejor nos empujará en el sentido de nuestra
posterior evolución. O sea: el mal en el mundo, al contrario de lo que algunos
piensan, no es una muestra de la inexistencia de Dios, sino de la necesidad que
aún tenemos de experimentar a través de manifestaciones en la existencia que
producen dolor y de las que no nos hemos sabido desprender del todo por nuestra
ignorancia y apegos. Esta dinámica es la que crea y produce el sufrimiento y no
un Dios malvado que nos hemos inventado. No
olvidemos que en nuestra evolución existencial como almas hemos asumido
voluntariamente la realidad de crecer y despertar a nuestra identidad real y
divina experimentando y aprendiendo. Es más: el actual escenario en el que nos
movemos y existimos es tan sólo un capítulo dentro de los infinitos escenarios
que están a nuestro alcance y disposición. Por lo tanto: una vez que ya hemos
visto que nada ni nadie más que nosotros mismos nos ata a esta obra, y que nadie
más que nosotros nos obliga a actuar en ella, podemos trascenderla y ayudar a
transformarla incluso, además de colaborar también para que otros despierten a
las misma evidencias de ser Actores divinos y no los personajes del papel que
nos hemos dado, y podemos optar definitivamente por un mundo nuevo donde el
pretendido mal ya no sea útil, ni nos sirva ni nos interese. No olvidemos que el
futuro nuestro como el de la humanidad está en nuestra manos y ese futuro
empieza ahora.
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