domingo, 23 de febrero de 2020

El alma y el ser del caballo en mi sentir.

       Hoy he estado en el campo, con los caballos. Mi amigo Julio, experto veterinario, me ha invitado, contento, gozoso, a compartir la venida a este mundo de un potrito,  recién nacido, de apenas dos o tres días. Ello, me ha permitido tocar, acariciar y, sobre todo, sentir a sus otros hermanos de camada que en un hermoso paraje, al abrigo de la montaña, acariciados por la brisa del aire filtrado por los pinos, se movían pausados, relajados y atentos ante mi novedosa y expectante presencia.
      
      Junto a ellos, los caballos, al calor de sus grandes y majestuosas cabezas, mirando sus enormes ojazos, acariciando sus crines y, sobre todo, queriendoles transmitir mi afecto, me he sentido inmensamente desnudo, desprotegido de toda defensa, de cualquier coraza que como egos y entre egos tan bien manejamos los humanos. Una ligera corriente, una vibración de energía, -signo inequívoco de la respuesta de mi cuerpo ante un ser tan puro, el del caballo, que sin filtro alguno, en su totalidad, se me mostraba y observaba-, me recorría de arriba a bajo.
       
      Podía sentir intensamente ese momento, la grandeza de una mirada que me embargaba y me obligaba a salir de mi, dejando como inservibles todo pensamiento, toda idea, todo personaje, y eso me impresionaba vivamente. Me iba adentrando poco a poco a otro nivel de mi mismo, a un nivel desde donde me acercaba y me unía más y más al sentir, al alma y el ser del propio caballo. Momento sagrado, sobrecogedor, en que mi conciencia, habitualmente focalizada en la óptica humana, abrazaba más y más la unidad infinita en que yo soy, en que todo es.

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