martes, 30 de mayo de 2017

Dios, palabra modelable y de múltiples interpretaciones.

           
Tal vez sea la palabra más usada de la historia, la más traída y llevada, utilizada y esgrimida bajo miles de banderas distintas, ideologías y religiones, grupos de personas e individuos dispares. Palabra con poder y diríamos que en sí misma talismán por la infinidad de pensamientos e ideas que la han alimentado y por la que se ha luchado, muerto y matado. Palabra que ha servido tanto para unir como para dividir, para amar como para odiar, discriminar y señalar; y por todo eso la palabra más contradictoria, enigmática, maleable, indiferente a sus usos y a la vez, por lo que se ve, tan necesaria, aunque sea, incluso, para denigrarla, pisotearla y rechazarla, o todo lo contrario: para invocar su poder, su fuerza, compasión o misericordia, su auxilio, apoyo y bondad. Testimonio de esto que decimos es que por doquier encontramos personas que se llaman creyentes frente a otras que se califican de ateas o agnósticas, musulmanes por un lado, católicos por otro, budistas, hinduistas, y así un largo etcétera de religiones con sus correspondientes sectas y facciones.
            Por todo eso, hablar hoy de Dios, así, con esta palabra, resulta muy difícil, si no imposible y desde luego muy arriesgado, en la medida en que nadie sabe exactamente lo que cada uno está interpretando al escucharla, de modo que lo fácil es que todo se esté tergiversando. Así que uno con la intención de liberar de la carga tan variopinta que tantas proyecciones humanas le han puesto tiene que optar muchas veces por vocablos más genéricos, menos usados, tendenciosos y manipulados, más asépticos y precisos, lo que no siempre resulta eficaz ni del todo acertado porque aquello a lo que uno se quiere referir parece evadir siempre cualquier intento de definición, exactitud y concreción.
            No, la palabra, pues, no es el problema, sí que lo es en cambio para nuestras mentes aquello que todos los seres humanos por una necesidad compleja y universal parecen sentir, necesitar, buscar y anhelar y que luego se quiere traducir a nuestro lenguaje y racionalidad. Y, entonces, nos damos cuenta de que las palabras para esto no sirven, pues sólo son como dedos o flechas queriendo señalar lo que cada cual subjetivamente y a su modo entiende. Pero lo curioso y extraño al mismo tiempo es que todos parecen mirar hacia “lo mismo”, como si existiese un magma de realidad inasible y magnética que nos atrajese a todos, aunque luego cada cual vea algo distinto al que está a su lado, como si lo intuido, vislumbrado o deseado tuviera la virtud de ser todo y nada a la vez, al gusto y necesidad podríamos incluso decir de cada uno y a su servicio.
            Al final, uno se da cuenta, llega a la conclusión o entiende que el problema verdadero que esta palabra encierra tiene su origen no en aquello a lo que se quiere referir sino a las mentes que interpretan, pues si la palabra existe es porque lo señalado es real, a pesar de que nadie sepa lo que es porque sólo sea “visible e inteligible” para eso tan sutil como es el “corazón” o sentir interior. Y es que, nuestras mentes, esclavas de su propio desarrollo y forma de apropiarse de lo observado todo lo trastocan, rompen en mil pedazos, lo estructuran y, por supuesto, lo deforman hasta ofrecernos realidades paralelas que ya nada tienen que ver con la verdad original. Y esto encierra un peligro muy grande, en la medida en que se puede llegar a formar una idea que encumbrada por muchos termina siendo el ídolo al que adorar, seguir, y en nombre del cual formar hasta religiones. Y esto sí que es grave, puesto que llegados a un punto puede ser más importante lo construido que la original chispa de comprensión, sentir y luz que un día se experimentó.

            De ese modo, la palabra “Dios” se puede haber quedado en un invento más de los muchos que la humanidad crea como juego para distraerse o para compensar sus angustiosas soledades, miedos y desesperanzas. Por eso es por lo que uno de cuando en cuando prefiere pararse y mirar, mirar dentro de sí para recobrar la frescura original y prístina, lo real que detrás de aquella palabra se esconde y que en el fondo de todos nosotros late sin cesar.

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