Por todo eso, hablar hoy de Dios, así, con esta palabra,
resulta muy difícil, si no imposible y desde luego muy arriesgado, en la medida
en que nadie sabe exactamente lo que cada uno está interpretando al escucharla,
de modo que lo fácil es que todo se esté tergiversando. Así que uno con la
intención de liberar de la carga tan variopinta que tantas proyecciones humanas
le han puesto tiene que optar muchas veces por vocablos más genéricos, menos
usados, tendenciosos y manipulados, más asépticos y precisos, lo que no siempre
resulta eficaz ni del todo acertado porque aquello a lo que uno se quiere
referir parece evadir siempre cualquier intento de definición, exactitud y
concreción.
No, la palabra, pues, no es el problema, sí que lo es en
cambio para nuestras mentes aquello que todos los seres humanos por una
necesidad compleja y universal parecen sentir, necesitar, buscar y anhelar y
que luego se quiere traducir a nuestro lenguaje y racionalidad. Y, entonces,
nos damos cuenta de que las palabras para esto no sirven, pues sólo son como
dedos o flechas queriendo señalar lo que cada cual subjetivamente y a su modo
entiende. Pero lo curioso y extraño al mismo tiempo es que todos parecen mirar
hacia “lo mismo”, como si existiese un magma de realidad inasible y magnética que
nos atrajese a todos, aunque luego cada cual vea algo distinto al que está a su
lado, como si lo intuido, vislumbrado o deseado tuviera la virtud de ser todo y
nada a la vez, al gusto y necesidad podríamos incluso decir de cada uno y a su
servicio.
Al final, uno se da cuenta, llega a la conclusión o
entiende que el problema verdadero que esta palabra encierra tiene su origen no
en aquello a lo que se quiere referir sino a las mentes que interpretan, pues
si la palabra existe es porque lo señalado es real, a pesar de que nadie sepa
lo que es porque sólo sea “visible e inteligible” para eso tan sutil como es el
“corazón” o sentir interior. Y es que, nuestras mentes, esclavas de su propio
desarrollo y forma de apropiarse de lo observado todo lo trastocan, rompen en
mil pedazos, lo estructuran y, por supuesto, lo deforman hasta ofrecernos
realidades paralelas que ya nada tienen que ver con la verdad original. Y esto
encierra un peligro muy grande, en la medida en que se puede llegar a formar
una idea que encumbrada por muchos termina siendo el ídolo al que adorar,
seguir, y en nombre del cual formar hasta religiones. Y esto sí que es grave,
puesto que llegados a un punto puede ser más importante lo construido que la
original chispa de comprensión, sentir y luz que un día se experimentó.
De ese modo, la palabra “Dios” se puede haber quedado en
un invento más de los muchos que la humanidad crea como juego para distraerse o
para compensar sus angustiosas soledades, miedos y desesperanzas. Por eso es
por lo que uno de cuando en cuando prefiere pararse y mirar, mirar dentro de sí
para recobrar la frescura original y prístina, lo real que detrás de aquella
palabra se esconde y que en el fondo de todos nosotros late sin cesar.
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