Habitantes temporales de la Tierra, pero viajeros
por mundos insólitos.
Somos descendientes de seres de otros mundos y emparentados
con ellos,
Vinimos en ese sentido de las estrellas, con origen,
pues, extraterrestre,
Como cree Francis Crik, uno de los descubridores de
la doble hélice del ADN.
Más aún, sin intervención sobre nuestros cuerpos de
entidades exteriores a la Tierra
No hubiera sido posible que por evolución se hubiera
pasado, en 200.000 años,
Del homo erectus al hombre actual. ¡Harían falta 30
millones de años evolutivos!.
T. Huxley lo creía y Alan F. Arnold lo afirma en su libro “Los dioses del
nuevo milenio”.
Que la imaginación y la intuición digan el resto,
ellas abren las puertas del conocer.
Ahora bien, nosotros no somos los cuerpos, los utilizamos.
Ellos pasan, nosotros no.
Somos almas recorriendo infinitas posibilidades a
través de infinitos mundos y cuerpos.
Nuestro recorrido se basa en un ascenso evolutivo, coherente
y jerárquico
Que se alimenta y es impulsado por ese motor
imparable, esencial e identificativo
Llamado instinto
de perfección. Por él ansiamos y buscamos la plenitud sin fisuras.
Vamos tras ella porque de modo muy sutil sabemos que
de ella salimos, que la somos.
Esta es la verdad de nuestro origen, no como cuerpos
sino como almas:
Nos separamos aparentemente de ella y hacia ella volvemos,
lo estamos haciendo.
Lo hacemos a través de infinitos caminos, formas,
condiciones y estados,
Ninguno de ellos nos es ajeno. De ahí, nuestra
profunda hermandad con todo y todos,
Desde la energía más simple a la formación más
compleja, desde el mineral al animal.
Todo nos acompaña y acompañará mientras lo
necesitemos, como nuestro cuerpo.
Todos los universos y realidades manifiestas juntas forman
el cuerpo de Dios.
Del mismo modo que el cosmos es el nuestro. Y
nuestro ser el alma de Dios.
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