En la vorágine, el movimiento y el fragor de la vida
parece que nos perdemos,
Hasta tal punto quedamos impregnados por la
infinidad de sensaciones y mensajes,
Que sin parar nos van llegando, más aún si no
tomamos cierta distancia y protección.
Algunas veces, la añoranza del silencio interior
produce en nosotros hasta tristeza
Y una amargura que puede ser hasta insoportable. Que
el mundo se pare, pensamos.
Pareciera que todo nuestro alrededor hubiese sido
pensado para la distracción,
Es decir, para sacarnos fuera de nosotros mismos y
perdernos en él.
El trabajo, las obligaciones familiares y las mil y
una dependencias o apegos
Nos tienen atados al carro de la futilidad que sólo
provoca vacío en el alma.
Hasta que ponemos irrevocablemente el freno y le
damos la espalda a tanto ruido.
Y, entonces, viene el descanso del guerrero, el
tiempo para que aflore el silencio
Que es la música de nuestro ser, tan anhelada por
nuestra alma.
Así es como lentamente nos vamos adentrando en la
espesura callada de la eternidad,
Desde donde podemos retomar los ecos y las dulces
melodías de nuestro espíritu,
Allí, en ese fondo inagotable del que, por fin, nos
podemos alimentar y nutrir.
Desde tal refugio, el cuerpo se retira, la mente se
calla y una extraña alegría nos visita;
No tiene un origen definido, sino que más bien
procede de más allá del tiempo
Y del espacio en el que nos habíamos perdido. Nos instalamos
ahora en la paz del alma,
Que, como una ola de gozo indescriptible, nos adentra
en un océano de amor y de luz
En donde nos podemos vaciar y permitirnos ser, sin
nombre, sin etiquetas, sin nada,
Solos ante y en la plenitud del instante.
Así es como nuestra identidad esencial se va
haciendo consciente y una con la atención,
Y así es también como recobramos el ser esencial del
que nos habíamos olvidado.
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