La gente tiene miedo de la soledad, huye de ella cuando
puede, porque no la soporta,
Y busca el contacto o la presencia de los demás
continua y casi compulsivamente.
Se hace, a través del grupo, la pareja, la Iglesia,
el club, la secta, el partido, la familia…
El solitario, entonces, es visto como alguien raro,
antisocial, problemático o enfermo.
Los hay que entran en alguna de estas categorías, y así
se debe de tener en cuenta.
Pero nosotros, hablamos aquí y ahora de otra
soledad, la esencial, positiva y necesaria,
La que nos coloca ante nosotros mismos como
individualidad central que somos
Y sin la cual no es posible ni el crecimiento, ni la
evolución, ni el autoconocimiento,
Ni la conciencia de ser algo real, existente y focal
o un centro de vida propia.
Aquella soledad pesada, sosa y doliente, la que
afanosa y muchas veces neuróticamente
Nos impulsa a no perder el contacto, ni el aliento y
la compañía de los demás,
Porque de lo contrario nos sentimos como pececitos
ahogándose fuera del agua
Señala el grado de lejanía y desconocimiento que
tenemos de nosotros mismos,
De nuestro ser real y de la presencia de nuestra
realidad como seres espirituales.
Existe, pues, una soledad imprescindible y urgente,
vivificadora, creativa y luminosa.
Se trata de una soledad que no aísla, que no separa
ni fragmenta, que no es solitaria,
Ya que, en su lugar, lo que hace es conducirnos o
situarnos en el centro de nuestro Yo,
En ese espacio interior desde el cual nos sentimos
como un integrado y gozoso Yo Soy,
Además de un foco conciencial desde el que irradiar
toda posibilidad de ser y de existir.
Allí se siente todo menos carencia, ausencias,
necesidades, enganches o frustraciones,
Porque lo que se experimenta es plenitud de ser y
verdadera unidad con todo.
Vivir esa soledad es la mejor condición y requisito
para el encuentro con los demás
Y lograr así que las relaciones sean no egoístas sino
de amor desinteresado y real.
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