domingo, 29 de enero de 2017

RECONOCIENDO LO QUE SOMOS AYUDAMOS A LIBERARSE A LOS DEMÁS.

Mientras que no tomemos clara conciencia de que quien determina lo que ha de ser nuestra vida somos nosotros mismos y de que la responsabilidad sobre el modo de experimentar nuestro vivir es algo que nos compete asumir a cada cual, continuaremos siendo verdaderas marionetas del exterior, eternos y dependientes niños clamando al papá/mamá estado, iglesia, partido, jefe, pareja, amistad, etc., para que nos resuelvan lo que sólo a nosotros nos toca resolver si es que queremos crecer. Y es desde semejante óptica, desde donde se tendría que ver el origen de tantos conflictos como los que nos enfrentan a unos y a otros, que se extienden por el mundo en forma de guerras, de explotación, esclavitud, miseria y hambre. Estoy convencido de que si de verdad comprendiéramos de una vez por todas que los demás no son los responsables de nuestra existencia, ni nosotros de la suya, a partir de entonces la revolución más grande de la historia se habría, por fin, iniciado.

Pero, para que eso pueda darse, el ser humano ha de empezar a enfrentarse a las preguntas no resueltas sobre sí mismo que le harán cambiar toda la vieja visión de dependencia sobre los otros y el exterior. Las fundamentales, como las de quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy están en la base de todo. Y, luego, todas las que en vez de apuntar y transferir responsabilidades fuera, hacia los demás y las circunstancias del tipo que sean, nos obligan irremediablemente a situarnos ante nuestro propio espejo, el que nos devolverá nuestro verdadero potencial, riqueza interior, propósito personal, tareas que nos corresponden, compromisos como almas, necesidades evolutivas y comprensiones que por miedo al cambio a que nos obligan las tenemos silenciadas o simplemente aparcadas. Preguntas como: ¿qué me enseña esto o tal y cual persona sobre mí?, ¿para qué esto, para qué ahora?, ¿cuál es mi punto de verdad sobre lo que me está pasando?, o, más allá de mis reacciones habituales de enfado, rabia, temor o irresistible deseo, cuando las emociones menguan o se apartan ¿cuál es mi auténtico sentir y lo que sin condicionamientos externos quiero?, ¿para qué estoy aquí?, y ¿para que pide mi genuina colaboración la vida?, etc.

Todas estas preguntas u otras parecidas parten de la idea y de la intuición profunda de que todos hemos nacido como almas para ser libres y, por lo tanto, los verdaderos dueños de nuestra paz, felicidad y alegría, o, dicho de otro modo, para experimentar en nosotros y desde nosotros la plenitud de quienes hallándose unidos a la totalidad de la que formamos parte, -Dios, la Conciencia o el Ser-, que es un fondo inagotable de amor y gozo, de sabiduría y energía, están llamados a experimentarla y vivirla. Porque no a otra cosa aspira quien ha visto ya que no es un personaje ni tal o cual aventura circunstancial por la que está pasando. En este sentido, decía el entrañable maestro y guía espiritual Antonio Blay Foncuberta que: “es muy importante ver con certeza que esto es así porque nuestra vida está construida sobre una creencia totalmente distinta. Nuestra vida está construida sobre la creencia adquirida de que son las circunstancias y las personas que me rodean las que hacen que yo sea feliz o desgraciado. Estamos viviendo bajo esa convicción y por ello culpabilizamos a los demás. En cambio, si uno llega a ver con claridad que nada del exterior puede suplir lo que es la actualización de uno mismo, si verdaderamente se ve claro, esto marcará un cambio radical en la actitud que se tiene ante nosotros mismos y ante la vida.

Porque como expresaba también el filósofo y ensayista Ortega y Gasset: “No somos dispersados a la existencia como una bala de fusil cuya trayectoria está absolutamente determinada. Es falso decir que lo que nos determina son las circunstancias. Al contrario, las circunstancias son el dilema ante el cual tenemos que decidirnos”.

Por todo ello, los intentos y deseos por ayudar y querer cambiar las condiciones de los demás, no deberían de hacernos olvidar nunca que cada cual tiene y vive su propia vida, y que en consecuencia es absurdo intentar modificarla si forma parte del plan de uno. Querer hacerlo es como intentar cambiar el guión de una película a mitad del rodaje o de la proyección. Si obviamos esto, nos podemos convertir en caricaturas del amor, en cireneos inoportunos, o en profesionales de la ayuda que tal vez lo que buscan es ocultar sus propias frustraciones, sentimientos no resueltos de culpa y vacíos personales. Hay muchas “ongs” pululando hoy por el mundo; no estaría de más que cada uno se preguntase desde donde actúa y cuál es el verdadero fin de la ayuda. No es que uno abogue porque esto no se haga cuando de verdad otros nos necesitan, ni mucho menos, aunque, eso sí, habrá que hacerlo desde una óptica más real, más alineada, menos interesada, más integral y, si se me apura, más respetuosa también con la dinámica, la vida y demandas de los demás. Dicho de manera un tanto provocativa, pero no por ello menos asumible: ¡hasta un heroinómano tiene derecho a vivir y morir así, si es eso por lo que él, y  desde su alma, ha decidido pasar y experimentar! Amar esto es muy difícil, pero amar de verdad también significa amar el proceso vital de los otros.

Desde una óptica materialista, en la que todo es el resultado de la fatalidad, de la lucha de clases, de la explotación del hombre por el hombre y de cosas por el estilo puede resultar muy difícil comprender que uno haya decidido nacer en los lugares más inhóspitos de la Tierra, en las peores condiciones socioeconómicas o en las familias peor estructuradas, pero ello no anula para nada la verdad de que cada cual ha elegido su propia aventura con fines que no alcanzan a ver los ojos que todo lo evalúan según los intereses del mundo exterior. Pero el Espíritu es real, la evolución del alma a través de experiencias también y lo mismo el sentido y guía que subyace a todas las existencias.

Dicho esto, vale recalcar, que las acciones que parten del amor verdadero y desinteresado que contempla al otro como un hermano, un hijo de Dios, o yo mismo en él, nunca pretenden sustituir el camino de los demás, ni frenan la experiencia vital de su crecimiento, sino que, al contrario, los aceleran, porque esa clase de amor no se dirige fundamentalmente a los egos o a los personajes, ni siquiera a las estructuras aunque a veces es lo que haya que hacer, sino que va al corazón mismo del ayudado y de la realidad en que se encuentra y vive. Por eso, y como resultado, quienes participan de acciones hechas así evolucionan más fácilmente y experimentan a la vez que comparten la verdadera felicidad en el encuentro con lo que son.

Recordemos, que algunos criticaban en su tiempo a la Madre Teresa de Calcuta porque, -decían ellos-, no planificaba sus ayudas, es decir, porque no actuaba como los políticos, ni se refería a las estructuras injustas o a lo malos que son o eran los demás que creaban situaciones como las que ellas tenía que atender y resolver. Pero a ella esas críticas no le importaban ni lo más mínimo ya que su motivación interior iba por otros cauces muy diferentes, por eso respondía, si acaso, que se limitaba a seguir lo que su corazón le pedía y que era atender y dar amor a las personas con las que se encontraba y que la necesitaban. No la movía en absoluto la necesidad de cambiar nada. Todo así de simple, todo así de grandioso. Ser puro, Amor puro, Conciencia pura. Y esto es lo que daba a los demás, con independencia de la cama y comida con que los acogía, pues con su actitud y su mirada les recordaba lo que ellos también eran: amor, felicidad y de una belleza que sólo los ojos iluminados como los suyos podían atisbar. Por eso, los desauciados morían gozosos y felices en sus brazos, y no, precisamente, porque les había devuelto la riqueza que no tenían o la salud que les faltaba. Y esto, a la larga también cambia las estructuras y a los corazones que hay que cambiar, pero desde dentro.

Qué bien refleja esa mirada liberadora de Teresa de Calcuta, lo que el cristiano contemplativo Thomas Merton experimentó cuando despertó a su esencia, a su ser, y que transformó a la vez su propia visión de los demás: “Fue entonces como si de pronto viese la belleza secreta de sus corazones, las profundidades a donde no llegan el deseo ni el pecado, la persona que se es a los ojos de Dios. Si tan sólo pudieran verse tal cual son, si tan sólo pudiéramos vernos unos a otros de esa manera, no habría razón de ser de la guerra, el odio, la crueldad. Nos postraríamos para adorarnos unos a otros”.
            
           Y es que, verdaderamente, al cambiar interiormente y descubrir la grandeza, la realidad divina y el ser que somos no sólo nos convertimos en dueños y señores de nuestra felicidad porque la somos, sino que también nuestras relaciones con los demás, incluidos aquellos a los que se pretendía ayudar, cambian radicalmente. Entonces nos liberamos definitivamente y los liberamos a ellos también, sobre todo de tantas proyecciones erróneas que les habíamos hecho. Porque como muy bien dice dice el filósofo, psiquiatra y antropólogo Roger Walsh “cuando el ojo del alma empieza a reconocer lo sagrado en todas las cosas, despierta también a la visión de lo sagrado en todas las personas. Allí donde antes veía desconocidos o competidores, puede ver ahora budas o hijos de Dios. …En lugar de sospecha y miedo, aparecen sentimientos como  amor y apertura. Si vemos gente que disfruta de buena fortuna y alegría, sentimos una felicidad natural porque ellos son felices” (Roger Walsh, “Espiritualidad esencial”, edit. Alamah, pag.286).




No hay comentarios:

Publicar un comentario