miércoles, 25 de enero de 2017

LA CONCIENCIA HUMANA EN LA CRESTA DE LA EVOLUCIÓN

Para el enfoque materialista y reduccionista somos seres sin rumbo, nacidos por azar, extraños, perdidos y aislados en un mundo o en un universo igualmente extraño, cuyo latir, soñar, crear y vivir no encuentra en el inmenso espacio que nos circunda nada ni nadie que nos oiga, ni a quien le importemos, de modo que, tanto nuestros lloros como nuestra risas, nuestras esperanzas como nuestros esfuerzos, nuestro crímenes como nuestros mejores logros, caen solitarios, precipitándose irremediablemente en un pozo oscuro y sin fondo, cuyo eco se pierde en un inhóspito  y vacío infinito, que es, en definitiva, nuestro único destino. Esto es lo que viene a expresar, con parecidas palabras  el biólogo molecular Jacques Monod.

Frente a esta interpretación tan triste de nuestra realidad, se levantan airosas, esperanzadoras, además de muy distintas, las visiones, casi coincidentes, de dos grandes sabios: Teilhard de Chardin y Aurobindo; para quienes la evolución es el mecanismo, a través del cual la Consciencia-Espíritu, involucionada primero en la pre-materia (pulsaciones de energía) se va, luego, manifestando y desplegando creativamente y en sentido ascendente, dentro de la gran cadena del ser, con un desarrollo progresivo y cada vez mayor de la consciencia.

Ese desarrollo ascendente de la conciencia, al llegar al ser humano, hace que esta se vuelva reflexiva y autoconsciente, convirtiéndose, entonces, en la máxima expresión momentánea de la evolución, y pudiendo alcanzar niveles muy elevados. Todo ello, en un escenario, la vida que se experimenta, lleno de posibilidades abiertas y creativas de realización, que apuntan, incluso, más allá de los logros alcanzados por nuestra especie en el estado actual en que nos encontramos. Se dirigiría hacia la nueva humanidad, la humanidad supramental tal y como el mismo Aurobindo la presiente.

Por su parte dice Teilhard de Chardin en su libro “El fenómeno humano”: que el ser humano “no es de ninguna manera un elemento perdido en las soledades cósmicas, sino que existe una voluntad de vivir universal que converge y se hominiza en él. El hombre, pues, no como centro estático del mundo –como se ha creído durante mucho tiempo- sino como eje y flecha de la evolución, lo que es mucho más bello….emergió de un tanteo general de la Tierra. Nació, en línea directa, de un esfuerzo total de la vida. He aquí la dignidad supraeminente y el valor axial de nuestra especie” (Teilhard de Chardin, “El fenómeno humano”, Edit. Taurus, pag. 49 y 229).

Sobresale en este texto de Teilhard ese ver al universo imbuido de inteligencia y de voluntad, con una intención y un movimiento nada ciegos sino que, al contrario, va como preparando desde dentro de sí, y con el esfuerzo cómplice de la vida misma, las condiciones favorables y convenientes para que surja la especie homo, la nuestra. Parece como si nuestra especie fuese el resultado de una muy lenta y profunda gestación que se salda, por fin, exitosamente, con el nacimiento del hombre.

El ser humano no es, por lo tanto, una especie más, sino nada menos que posee una “dignidad supraeminente”, que sobresale, pues, a la del resto de especies, lo cual, junto a ese también “valor axial” que de Chardin nos atribuye, nos coloca en una posición única; diríamos, por lo tanto, que más que ser el resultado de la evolución lo que seríamos es el sentido de la misma, su orientación, lo que dirige esa flecha en que ella se convierte. Todo estaba hecho y todo se “pensó” para que finalmente apareciésemos nosotros. Sólo de ver esto así nos entran verdaderos escalofríos. Sigamos ahora, porque en el siguiente texto podemos encontrar la razón de que esto haya sido así.

Y ahora con palabras de Sri Aurobindo: “¿Y no será, por tanto, la Naturaleza solamente la fuerza de autoexpresión , de autoformación, de autocreación, de un secreto espíritu, y el hombre, por limitado que esté por su capacidad actual, el primer ser de la Naturaleza en el que ese poder comienza a ser conscientemente autocreativo al frente de la acción, en esa estructura exterior del ser físico, situado allí para configurar y hacer surgir en virtud de una creciente evolución autoconsciente todo cuanto pueda de su contenido humano o de su potencialidad divina? Esta es la clara conclusión a la que finalmente debemos llegar si admitimos como clave del movimiento total, como realidad de toda esta creación  ascendente, una evolución espiritual(Aurobindo, “Renacimiento y Karma”, edit. Plaza y Janés, pag. 81).


Si el silencio es importante e imprescindible para escuchar aquello que no se puede expresar con palabras, este es el momento sin lugar a duda más oportuno para callarnos nosotros y dejar que, en su lugar, sea la propia sabiduría interior que a todos nos acompaña y posee la que corone cuanto aquí en este capitulillo hemos presentado. 

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