Para
el enfoque materialista y reduccionista somos seres sin rumbo, nacidos por azar,
extraños, perdidos y aislados en un mundo o en un universo igualmente extraño,
cuyo latir, soñar, crear y vivir no encuentra en el inmenso espacio que nos
circunda nada ni nadie que nos oiga, ni a quien le importemos, de modo que,
tanto nuestros lloros como nuestra risas, nuestras esperanzas como nuestros
esfuerzos, nuestro crímenes como nuestros mejores logros, caen solitarios,
precipitándose irremediablemente en un pozo oscuro y sin fondo, cuyo eco se
pierde en un inhóspito y vacío infinito,
que es, en definitiva, nuestro único destino. Esto es lo que viene a expresar,
con parecidas palabras el biólogo
molecular Jacques Monod.
Frente
a esta interpretación tan triste de nuestra realidad, se levantan airosas,
esperanzadoras, además de muy distintas, las visiones, casi coincidentes, de
dos grandes sabios: Teilhard de Chardin
y Aurobindo; para quienes la
evolución es el mecanismo, a través del cual la Consciencia-Espíritu,
involucionada primero en la pre-materia (pulsaciones de energía) se va, luego,
manifestando y desplegando creativamente y en sentido ascendente, dentro de la
gran cadena del ser, con un desarrollo progresivo y cada vez mayor de la
consciencia.
Ese
desarrollo ascendente de la conciencia, al llegar al ser humano, hace que esta
se vuelva reflexiva y autoconsciente, convirtiéndose, entonces, en la máxima
expresión momentánea de la evolución, y pudiendo alcanzar niveles muy elevados.
Todo ello, en un escenario, la vida que se experimenta, lleno de posibilidades
abiertas y creativas de realización, que apuntan, incluso, más allá de los
logros alcanzados por nuestra especie en el estado actual en que nos
encontramos. Se dirigiría hacia la nueva humanidad, la humanidad supramental
tal y como el mismo Aurobindo la presiente.
Por
su parte dice Teilhard de Chardin en su libro “El fenómeno humano”: que el ser
humano “no es de ninguna manera un elemento perdido en las soledades cósmicas,
sino que existe una voluntad de vivir universal que converge y se hominiza en
él. El hombre, pues, no como centro estático del mundo –como se ha creído
durante mucho tiempo- sino como eje y flecha de la evolución, lo que es mucho
más bello….emergió de un tanteo general de la Tierra. Nació, en línea directa,
de un esfuerzo total de la vida. He aquí la dignidad supraeminente y el valor
axial de nuestra especie” (Teilhard de Chardin, “El fenómeno humano”,
Edit. Taurus, pag. 49 y 229).
Sobresale en este texto de Teilhard ese ver al universo imbuido de inteligencia y de voluntad, con una intención y un movimiento nada ciegos sino que, al contrario, va como preparando desde dentro de sí, y con el esfuerzo cómplice de la vida misma, las condiciones favorables y convenientes para que surja la especie homo, la nuestra. Parece como si nuestra especie fuese el resultado de una muy lenta y profunda gestación que se salda, por fin, exitosamente, con el nacimiento del hombre.
El
ser humano no es, por lo tanto, una especie más, sino nada menos que posee una
“dignidad supraeminente”, que sobresale, pues, a la del resto de especies, lo
cual, junto a ese también “valor axial” que de Chardin nos atribuye, nos coloca
en una posición única; diríamos, por lo tanto, que más que ser el resultado de
la evolución lo que seríamos es el sentido de la misma, su orientación, lo que
dirige esa flecha en que ella se convierte. Todo estaba hecho y todo se “pensó”
para que finalmente apareciésemos nosotros. Sólo de ver esto así nos entran
verdaderos escalofríos. Sigamos ahora, porque en el siguiente texto podemos
encontrar la razón de que esto haya sido así.
Y
ahora con palabras de Sri Aurobindo:
“¿Y
no será, por tanto, la Naturaleza solamente la fuerza de autoexpresión , de
autoformación, de autocreación, de un secreto espíritu, y el hombre, por
limitado que esté por su capacidad actual, el primer ser de la Naturaleza en el
que ese poder comienza a ser conscientemente autocreativo al frente de la
acción, en esa estructura exterior del ser físico, situado allí para configurar
y hacer surgir en virtud de una creciente evolución autoconsciente todo cuanto
pueda de su contenido humano o de su potencialidad divina? Esta es la clara
conclusión a la que finalmente debemos llegar si admitimos como clave del
movimiento total, como realidad de toda esta creación ascendente, una evolución espiritual” (Aurobindo, “Renacimiento y Karma”,
edit. Plaza y Janés, pag. 81).
Si
el silencio es importante e imprescindible para escuchar aquello que no se
puede expresar con palabras, este es el momento sin lugar a duda más oportuno
para callarnos nosotros y dejar que, en su lugar, sea la propia sabiduría
interior que a todos nos acompaña y posee la que corone cuanto aquí en este
capitulillo hemos presentado.
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