A veces, nos cuesta mucho llegar
a comprender lo que está provisto de una gran lógica, que por lo demás es fácilmente
comprobable. Y es el hecho de que la
felicidad no depende de nada exterior a nosotros sino que nuestro mismo ser es
la fuente que la genera. Más exacto sería decir que él es la propia felicidad,
la paz y la plenitud que siempre buscamos fuera.
La explicación que de esto
podemos dar es bien sencilla si recordamos y tenemos en cuenta que lo que
somos, nuestra esencia, no es otra cosa que la presencia del ser de Dios en nosotros
como foco de la conciencia individual que es nuestra alma. Pues bien, esa
presencia que es la plenitud en sí misma, perfecta y llena de cuanto la
divinidad es, tiene la cualidad inherente de ser la generadora de la alegría y
la paz, del amor y la sabiduría, la energía y el poder que siempre todos
quisimos conquistar.
Esta es la verdad tan
olvidada, además de regateada por nuestro empeño insistente de querer encontrar
todo lo anterior en cantidad de cosas, objetos, propiedades, circunstancias y
personas a las que queremos poseer bajo el pretexto de que ellas son, al revés
de lo que estamos diciendo, la fuente de la felicidad; y eso sin importarnos
demasiado la enormidad de veces en que, por este deseo, lo que hemos
recogido ha sido frustración, desencanto y sufrimiento. Por varias
razones: la primera por el carácter perecedero e impermanente de todas ellas,
la segunda porque no siempre se adecúan a nuestras demandas, y la tercera
porque ninguna es fuente de felicidad sino medios a través de los cuales
expresamos y sacamos desde dentro de nosotros esa felicidad que sí es nuestra.
Pero llega el momento en que
nuestros ojos se abren y podemos ver que cuanto de esencial buscábamos como es
nuestra alegría de ser y vivir o de experimentar una existencia plena no va
ligado a nada fuera de nosotros sino a un foco interior que lo produce y que no
es otro que el centro y corazón de nuestra alma, espacio donde nuestro ser
esencial brilla y resplandece con luz, amor y energía propias. Magnífico
descubrimiento cuando de verdad se hace y que centra cualquier vía o camino
hacia la felicidad en el interior de nosotros mismos. Allí, en ese interior
existe y encontramos una mina de Oro real, la única que nos sacará de toda
escasez y pobreza, una Fuente, que a diferencia de todas las demás sí que es
capaz de saciar y calmar la sed que como caminantes desde la eternidad teníamos,
y un Manantial, que a diferencia de todos los otros nunca se agota en sus
posibilidades de ofrecernos caminos de creatividad y de generación de nuevos mundos
y horizontes de divinidad. Ahí es donde hay que ir cada vez que la tristeza, la
congoja o la desilusión nos aprieten, seguros de que nunca seremos defraudados
y de que la riqueza y la felicidad que allí encontremos será el mejor regalo
que podamos ofrecer al mundo y a los demás, entre otras cosas porque estará
señalando algo que es común en todos y para todos: que el principio de
transformación, crecimiento y evolución pasa por nuestro interior.
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