La mente tiene mucha información y muy variada, de
lo divino y de lo humano.
Ella, se ha convertido en el recurso más solicitado
a la hora de afirmar o negar algo,
De tal forma que su valor, cuando se trata de
apoyarnos en verdades es casi absoluto,
De ahí que lo que pensamos, lo que creemos y lo que
deducimos cuente tanto en la vida.
Pero, en lo que respecta sobre todo a los asuntos
del corazón y del alma es muy endeble,
Y no sólo porque puede no saber o no entender ni ver,
sino por su tendencia a la duda,
Al cigzagueo constante: ¿lo amo?, ¿no lo amo?, ¿me
estoy engañando?, ¿será cierto?...
Por eso, puede afirmar una cosa y la contraria, ¡y
con argumentos igualmente válidos!
Los estados emocionales, además, la desbaratan y la
inutilizan como verdadera guía.
Esto hace que para respondernos sobre quiénes somos, lo
que queremos, lo que amamos,
Nuestro ser espiritual, la trascendencia, la inmortalidad,
y demás cuestiones metafísicas,
Lo que cuenta esencialmente es nuestra intuición,
visión interna y sentir interior,
Los cuales siguen canales no racionales, ni ligados
a los sentidos físicos tan movedizos.
Aprender a conectarnos con la fuente de nuestro
saber del alma es esencial,
Y lo único que nos puede llevar a no perdernos en la
maraña de la duda e inseguridad.
La razón de que esto sea así es obvia: las verdades
del alma son directas e inmediatas,
No están ligadas a emociones ni ideas y no las
cambia el tiempo ni las circunstancias.
Hace falta sólo que aprendamos a descifrar el lenguaje
y la voz del alma,
Lo que significa que tenemos que silenciar y
diferenciar las voces que no lo son.
Como en todas las cosas, la práctica es necesaria y
la actitud real y confiada de escucha,
Así como el encuentro en la soledad de uno mismo con
el espacio interior.
En el sentir que allí nace las verdades son
inmediatas y evidentes, sólidas, sin dudas,
Y uno sabe feacientemente, desde dentro, que lo
percibido es real.
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